El Rinconcito: la historia de una heroína de carne y hueso | La Nota Latina

El Rinconcito: la historia de una heroína de carne y hueso

Para mi abuela, Alejandrina. 

 

El 12 de abril, hace un poco más de 100 años, nació un pariente lejano de Don Miguel de Cervantes en la región más dulce de Colombia. Pacífico Saavedra, o el Pato Saavedra como le llamaban en el pueblo, era un hombre dicharachero y emprendedor a quien le encantaba tocar el tiple y cantar.

Pacífico era amigo de los hermanos Acosta, un par de jóvenes con quienes daba serenatas para arreglar matrimonios y enamorar muchachas. Aníbal tocaba la guitarra, era aventurero y quería ser militar.

Pedro León tocaba la bandola, era carismático y con solo 28 años, ya había sido alcalde de un municipio llamado Santana. Tenía una mirada consentida y se robaba el cariño de la gente con una sonrisa, especialmente el de su hermana Alejandrina.

Aleja, como todos le decían, era la hermana mayor y prácticamente la dama de la casa al cuidado de sus cinco hermanos. Su madre, Doña Oliva, permanecía en cama por cuenta del asma y la tristeza de la viudez.

Una tarde lluviosa, los hermanos Acosta y el Pato Saavedra, llegaron a la casa a la hora del almuerzo. – ¿Qué hay de comer hermana? – preguntó Pedro desde el marco de la puerta de la cocina.

Mientras revolvía la sopa en una olla de barro y sin voltear la mirada, Alejandrina le contestó con ironía maternal: – Lo mismo de ayer mijito. ¿Quién le manda no venir a dormir en una semana?.

Aleja tenía una sazón tentadora que atraía comensales. Por eso, si alguien se negaba a aceptarle un plato de comida lo tomaba como un insulto. – ¡Pasen ligero que se enfría! – llamó la joven sin saber quién estaba en la casa y mientras ponía los platos en la mesa conoció el amor a primera vista.

Los ojos zarcos de Pacífico, como el océano de su nombre, se clavaron en los de Alejandrina por unos segundos, más antes de que el resto de la familia se diera cuenta, los tórtolos se apartaron.

Meses después, Pedro León se dio cuenta de lo que su hermana y su amigo estaban cocinando, y habiendo sido testigo de los encantos del Pato sobre las mujeres, se vistió con los celos fraternos y se opuso al noviazgo. Pero Pacífico lo conocía bien y con paciencia le doblegó el orgullo.

Créame compadre, su hermana no es otra canción. Yo quiero que sea mi esposa – le dijo el Pato a su amigo fiel con voz franca.

Entonces, el Sábado Santo de 1952, Alejandrina y Pacífico sorprendieron a la familia con los planes de casarse al día siguiente. En medio de los gritos de Doña Oliva, los cuales se escuchaban desde la calle, el mensajero del cura del pueblo le entregó a la futura esposa una pequeña nota por la ventana que decía:

– “Aleja, los espero a las cinco de la mañana para evitar el tumulto de la misa de Pascua”.

El padre Alfonso Rico era amigo de los enamorados y había preparado los documentos del matrimonio en secreto. Según él, los hombres mayores de 30 años no podían estar solteros y como Pacífico tenía casi 35, estaba dispuesto a casarlo a toda costa.

Así, vestida de blanco y con una mantilla de encaje sobre la cabeza, la joven de 18 años caminó hacia el altar del brazo de su hermano Pedro, el único miembro de la familia que la acompañó. Luego de entregar a la novia, se puso la bata de sacristán para asistir al padre Alfonso y con los rayos del amanecer que iluminaban la iglesia a través de los vitrales, la bendición de Dios dio inicio a la dinastía de Los Patos.

Hechos marido y mujer, Pacífico y Alejandrina comenzaron su vida juntos. Ella trabajaba como maestra de primaria, él como comerciante del mercado. Antes de cumplirse dos meses de la luna de miel, la tristeza tocó a la puerta de los recién casados.

Como la crónica de una muerte anunciada, el Celestino de Los Patos fue apuñalado en el pecho y la espalda. En sus días de alcalde, Pedro León hizo enemigos cuando se negó a ponerle precio a su conciencia, aun sabiendo que la venganza de los políticos corruptos era la sentencia a muerte.

Era la mañana del 7 de junio cuando Doña Oliva encontró el cuerpo sin vida a la entrada de su casa. En medio del dolor Alejandrina y Doña Oliva volvieron a hablarse, pero cuatro años después un infarto súbito reunió a la triste madre con su esposo y su hijo.

Pasados tres lustros los Patos ya contaban nueve: Alejandrina, Pacífico y sus siete hijos– Marina, María, Gabriel, Cecilia, Alejandro, Cristina y Juan. Trabajaron sin descanso y ahorraron cada centavo para abrir un restaurante a las afueras del pueblo.

Lo llamaron “El Rinconcito”, un parador de comidas típicas que pronto se convirtió en el punto de encuentro social de los médicos, jueces y demás figuras prestantes del departamento.

Respetados y admirados en el pueblo, Los Patos hicieron crecer su negocio y compraron una finca al otro lado de la carretera, pero luego de una competida subasta, el vecino llamado Alirio Rava inició un incesante hostigamiento para hacerlos vender.

Aunque Pacífico era un hombre tranquilo y evitaba las peleas, era terco como una mula y no se dejaba intimidar.

Tranquila Aleja. De esta finca no nos saca nadie – le decía el Pato a su mujer cuando la veía preocupada. Sin embargo, por algo dicen que las madres tienen un sexto sentido y Alejandrina no volvió a dormir tranquila desde el día de la primera amenaza. Y con razón.

Un martes de junio después del desayuno, Pacífico se despidió de su mujer y se fue en compañía de su ayudante Carlos y su perro fiel, Leoncico, hacia la finca; tenía que revisarle los cascos a Palomo, un caballo blanco, tuerto y noble que había rescatado hacía poco tiempo.

Alejandrina se quedó en el restaurante con un par de muchachas preparando los chorizos para la hora del almuerzo. Sin saber por qué, el aire se le iba del pecho y sentía un nudo en el estómago.

De repente, el estruendo del disparo de una escopeta hizo eco en el silencio de la montaña. Alejandrina salió corriendo hasta la puerta de la entrada y se encontró con Carlos tratando de recobrar el aliento.

– ¡Le dispararon a Don Pacífico!

Con el alma desgarrada y cegada por las lágrimas, el amor del Pato corrió hasta que cayó de rodillas al lado del cuerpo agonizante. En silencio, lo tomó en sus brazos, le dio un beso y le cerró los ojos.

La muerte del Pato Saavedra consternó a la gente de Moniquirá. Conocida como la ciudad dulce de Colombia, por las tradicionales panelitas de leche y los bocadillos de guayaba, esta población vivió las semanas más amargas de su historia viendo a la joven viuda de 42 años y a sus siete hijos enterrar al esposo, padre y ser humano ejemplar.

Tras la impunidad del asesinato de Pacífico y llena de temor por la vida de sus hijos, Alejandrina tomó la decisión de venderlo todo y marcharse a la capital. Contrató un camión de trasteos y empacó los recuerdos de la vida con su marido en cinco baúles de cuero. El Rinconcito cerró sus puertas la última semana de diciembre de 1976.

Con el paso de los años, Alejandrina sacó adelante a su familia con la ayuda de sus hijos mayores y las ganancias del taller de modistería que instaló en su casa. Mantuvo el luto, vio a sus hijos alcanzar el éxito profesional y realizarse como padres.

Sobrevivió, entre otras cosas, un accidente automovilístico que la mantuvo 19 días en cuidados intensivos, una mastectomía para erradicar el cáncer de mama y la muerte del mayor de sus hijos varones por culpa de un cáncer de páncreas.

La heroína de este cuento no estaba hecha de acero sino de carne y hueso. Su corazón latió al ritmo de la vida y jamás se detuvo para hacerse la víctima. Su fe inquebrantable en Dios le dio la fortaleza para encarar el demonio de la injusticia y los chances del destino. Y la devoción y el amor de sus hijos, nietos y biznietos la nutrieron para continuar el legado que comenzó con su esposo en la madrugada de 1952.

Los Patos marcaron un siglo en la historia de Colombia y le heredaron a su descendencia la fibra natural que los telares de la paz necesitan para tejer un país libre y justo. Esta fibra se encuentra en abundancia en un rinconcito de cada familia colombiana.

Twitter: @xiospady2008

 

 

Xiomara Spadafora
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