Hace unos días, mi amiga Marisol Casola, recibió un importante reconocimiento. No lo esperaba. Siempre ha trabajado duro, con perseverancia… y aunque no lo buscaba, llegó. Una medalla con su nombre, un diploma, unas palabras que reconocían su esfuerzo y un aplauso que, por fin, le devolvía un poco de luz después de tanto remar.
Pero no todo fue alegría. Al tiempo, comenzaron a llegar los mensajes. No los de felicitación. No los de orgullo. Si no los otros… los que empiezan con un “¿y por qué a ti?” Con un “yo pensé que se lo darían a otra persona”. Con un “la verdad, no entendí mucho el porqué del premio”. Esos mensajes que no se dicen con odio, pero que tampoco vienen del amor. Que parecen preguntas inocentes, pero están llenas de juicio. Y que duelen, no porque pongan en duda un premio… sino porque ponen en duda el alma de quien lo recibe.
Mi amiga me lo confesó con lágrimas: «Me sentí incómoda, como si mi esfuerzo de años no valiera nada. ¿Tanta entrega para que, en lugar de abrazos, reciba cuestionamientos?»
Y yo pensé… ¿Cuándo fue que dejamos de aplaudir con el corazón para convertirnos en jueces del merecimiento ajeno? Todos queremos el fruto, pocos reconocen las raíces. Afuera vemos el éxito. El reconocimiento. El bonito vestido. La foto con marco. El nombre anunciado en un micrófono. Pero no vemos las madrugadas con el alma rota. Los “no” que desgastan. Las puertas cerradas. Las veces que pensó rendirse, las que lo hizo y aun así volvió a levantarse. Cada logro ajeno esconde un camino que desconocemos. Y cuando lo cuestionamos sin conocer la historia, lo que hacemos es lastimar con una ignorancia envuelta en celofán.
¿Por qué cuesta tanto aplaudir? Pero la herida de la comparación sigue abierta. Pero a veces creemos que si otro brilla, nuestra luz se apaga. Y no es así. La verdad es que nada nos hace más grandes que celebrar a quienes crecen cerca de nosotros. Qué bendecir al que es honrado es un acto de humildad y sabiduría. Y que si algo no entendemos, lo mejor es callar o preguntar con amor… no con veneno escondido en preguntas retóricas. Alegrarse por el otro también es un acto espiritual.
Me quedó dando vueltas una referencia de la Biblia. En Romanos 12:15 se nos invita a: “Gozarse con los que se gozan”. Es tan simple y tan profundo. No solo se trata de consolar al que sufre —eso lo hacemos todos—, sino también de alegrarse genuinamente con el que triunfa, sin sentir que eso te resta.
Alegrarte por alguien es un acto espiritual. Una decisión consciente de decir: «No sé todo lo que viviste, pero celebro tu momento con mi corazón”. Aplaudir no te quita nada. Sin embargo, sí te puede regalar algo muy grande: la libertad de no vivir comparándote, la humildad de reconocer la luz ajena… y la paz de saber que lo bueno de otros no borra lo valioso que hay en ti.
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