Vivir para contarlo | La Nota Latina

Vivir para contarlo

Una mañana desperté y me encontré que estaba en otro país. No era un sueño era una realidad patética y comencé a sufrir por lo que veía. Madres con sus hijos pidiendo limosnas, embarazadas pariendo  en una acera. Gente matando a otros por el método del linchamiento, policías de la mano de los hampones repartiéndose el botín hurtado a los que transitaban por calles y avenidas.

Miraba de un lado al otro y quedé horrorizada por lo que mis ojos me hacían sentir, mi corazón lloraba. Me estremecía del pánico. Mis amigos estaban desaparecidos porque ya la familia de cada uno se había extinguido. Era el drama de un país ensangrentado, convertido en un amasijo de casas, unas destartaladas y otras que fueron monumentales residencias, grietas por todas partes, podredumbre por animales muertos, la peste azotaba, el mundo se acababa con indolencia. Nada que hacer, poco por rescatar.

En una de las calles más transitadas de lo que había sido una metrópolis alguna persona encontró una hamburguesa pestilente y su estómago arrugado, empequeñecido por el hambre lo tomó como un exquisito manjar que hacía tiempo no probaba.

Horas menguadas, días estériles, hasta el viento era tenebroso, la vida se convirtió en una complicación para respirar, solo había espacio para la furia que produce el hambre. Un hombre alto se apoderó de repente de un almacén en el que vendían los últimos artículos para la limpieza de casas y oficinas. Desesperado se tomó un litro de detergente, siguió caminando con traspiés, pero su vida no duró mucho. Más tarde otro hombre desesperado lo encontró en una alcantarilla y lo pateó.

El dolor había desaparecido de la ciudad, ahora abundaba la agonía,  exterminio y el silencio de la muerte.

Hubo poco para recoger, el clima nauseabundo se apoderó de la ciudad. Niños y mujeres se escondieron en lo que fue una fábrica próspera de alimentos. No quedaba nada, solo contar las horas y esperar un milagro. Las oraciones quedaron olvidadas porque la memoria no daba para rogar a Dios que se apiadara de la ciudad y de la vida de los sobrevivientes. Perdieron la razón.

Solo un “valiente” guardó fuerzas para salir a la calle a desafiar a la muerte. Se encontró con inundación de cadáveres y  las ruinas de una ciudad arrasada por el odio. Con voluntad insospechada y sintiendo tanta necesidad de respirar, llegó a saciar su pobre humanidad con lo que tenía, no lo había perdido y en ese momento lo valoró: la vida.

@susanamorffe

Susana Morffe
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