Disparos a lo lejos | La Nota Latina

Disparos a lo lejos

Foto: José Manuel Rodríguez Walteros, escritor.
Foto: José Manuel Rodríguez Walteros, escritor.

Siempre disparan lejos y muy cerca. Disparan en las aulas, disparan en la zona de trabajo, disparan en el metro, disparan en el cine, disparan en los sueños. La válvula de escape americana es disparar.

El bautismo de fuego, le llaman a la primer gatillada que da el o la infante en medio de la algarabía de sus familiares. Es un íntimo y atiborrado ritual que se da a esta misma hora, en este instante, en muchísimos campos de tiro idílicos. El verde en lontananza hace gigantes y odiables a los maniquíes que osan mostrar su punto rojo directo al corazón.

No es más la primer bicicleta, el primer patín, el primer balón, la primera Barbie, o su equivalente convenientemente anunciado al público en cada estación, ahora, en estos tiempos de cyber comunicación cuando un aparato diminuto se ha convertido en una extensión indisoluble de la mano, pocas cosas agrupan al núcleo familiar en torno de algo, y ese sagrado rito del disparar es uno de esos, escalofriante para algunos, pero es un rito para muchos otros.

Yo le llamo maniquí, pero el nombre real es el blanco, aunque en la cruda realidad el blanco toma la forma y las características que le quiera imponer el odio del gatillero, del tirador, del ser supremo que quita o da la opción de vivir.

Formados en una sociedad competitiva, la palabra looser como una espada de Damocles pende de nuestras cabezas amenazando caer en cualquier recodo del camino, practicar la tolerancia, la serenidad, el contar hasta diez las veces que sean necesarias, es un don convertido en milagro.

Verdaderos arsenales muchas casas codifican las propiedades, “tus rifles por aquí”, “mis fusiles de asalto por allá”, “nunca te metas con mis municiones”, “y este cañón recortado con forma de dinosaurio para que nuestro bebe ya no se sienta solo”.

balas, disparos
Foto: www.lapatilla.com

La gente se protege, los unos de los otros, de los que vienen de lejos, del gobierno, de una invasión aguerrida de rusos, de musulmanes, de latinos eufóricos, de zombis, no importa de quién el hecho es que tenemos que protegernos, y hacemos un hoyo en la tierra, guardamos provisiones, aun mas armas, cerramos con cerrojo, ponemos las alarmas, las cámaras secretas, no le hablamos a nadie, unos pasos afuera son un riesgo que tenemos que evitar.

Domesticados en las notas rojas o sensacionalistas, que son tan similares, en unas mueren gentes, en las otras se apuñalan las almas, cada nueva masacre se superpone sobre la anterior disimuladamente. Las cifras cambian, pero nada más. Dos o tres días de duelo en las noticias y de nuevo a girar nuestro mundo en la noria cotidiana. Por estos días Donald Trump, para variar más odio belicoso, se lleva con su imán los reflectores para otras latitudes.

Las regulaciones sobre las armas son intocables, intocables deberían ser los fusiles de asalto para los asesinos, y mientras el gran acto de la muerte ocurra lejos de nosotros permanecerán así, intocables.

La madre de Harper Mercer no se deshoja en perdones ni en arrepentimientos, por lo menos no en público o hacia el público. Adolorida recuerda sus idas al campo de tiro, otros padres recordarán las tardes en la playa, un asado, un simple juego de mímica, pero ella no, para ella son imborrables los disparos, el ajetreo de la pólvora, el orgasmo compartido de tirar a matar, de no rozar el blanco, de darle en todo el centro.

¿Cuando será la próxima? ¿En qué escuela de qué pueblo perdido? ¿Quién será el gatillero que a esta hora está planeando un escenario justo, o injusto para los caídos? ¿Que ojos miran con recelo, odio, o con indiferencia de la que mata, a los oscuros transeúntes de la vida? ¿Qué incomprendido planea dar el zarpazo buscando que su nombre sea eterno?

Nunca es justificable la barbarie, el matar por un dios, por una opinión, por quitar de un lugar, por hambre, por la sobrevivencia, pero si esos motivos no son justificables qué se puede decir del que mata sin razón aparente.

Todos hemos visto la grandeza del lejano oeste, el Far West, películas de acción maravillosas con vaqueros que lo mismo dormían en la tormenta que en mitad del desierto. Innúmeros nombres que a golpes de gatillo domaron una tierra salvaje. Billy the Kid, Sundance Kid, Jesse James, son unos cuantos de dedos calientes, legendarias figuras, que a golpes de pistola levantaron un nombre perdurable. El culto a la ignominia, jamás se recordarán los nombres de los Shoshones muertos. Sobre esos escombros, con sus retazos de cañones y balas, se construyó la gloria de las armas de fuego. “Esas no matan, esas dan libertad”, dicen los defensores a todas luces de lo indefendible.

Todos los minutos de silencio no son suficientes para los que se quedan, los padres, los amigos, los vecinos, es más, para nosotros, los espectadores antes aterrados, ahora ardorosamente resignados, no debería ser suficiente eso. Par qué decir el nombre de la última escuela que fue el gran escenario si es que no será la última, lastimosamente predigo algo que se vendrá más temprano que tarde. Algun atolondrado caminará decidido dando señales de humo que nadie tendrá en cuenta. Algún atolondrado desde ya se cránea el grotesco espectáculo del odio que le dará respiro a su locura.

 

José Manuel Rodríguez Walteros

Fotos: www.elvenezolanonews.com/

José Manuel Rodríguez Walteros
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